martes, 16 de marzo de 2010

Neverland

Entre los escombros y las ruinas, las grietas, el polvo y los restos, veo un juguete. Un caballito, negro, que en su pose está corriendo. Tiene una pata quebrada. La delantera derecha. Quedó ahí tirado, lo veo en el sol, abandonado tras la catástrofe, iluminado por el sol que no dejó de salir a pesar de todo.

Luciana era una chica que me gustaba. Yo tenía apenas doce, ella también. No sabía lo que hacía pero quería ser como los demás -mis juguetes se habían vuelto tontos y eran pocos los amigos que seguían compartiendo ese tipo de experiencias-; le pedí "arreglo" -así se le decía al símil de noviazgo en esa edad-, pues ya todos tenían con quién cartearse -eso se hacía cuando se estaba en un "arreglo", mandarse cartas mutuamente. No sabía lo que quería, pero sí que ella me gustaba. No había palabras, jamás nos tocamos siquiera, no más que besos en la mejilla al saludarnos y posar mis manos en su cintura cuando bailamos "lentas". Me dijo que no... ¿qué otra cosa iba a decirme -ella tampoco sabía nada más-?

Esa noche, cuando mi papá me pasó a buscar, la luna estaba inmesa. Era todo lo que había, una luna inmensa iluminándome y un mundo perdido.