miércoles, 12 de agosto de 2009

celotípico







Alguna vez aprendimos que...
hay cosas de las que debemos avergonzarnos. Lo sentímos. En las mejillas enrojecidas.
¿Por qué?
Los perros dan vueltas antes de acostarse. Lo hacen por instinto. Simplemente en sus cuerpos conservan recuerdos genéticos, de alguna sabiduría que su especie conservó. El cuerpo, en su fisonomía, en su combinatoria específica, habla de un conocimiento adquirido
alguna vez.
El calor invade mis mejillas cuando te celo. No quiero celar, no quiero que me celen. Me tapo la cara. No quiero que me vean colorado de tanto desear en forma anónima. Frustrada. Silenciada... Quiero controlar-me. Y me sorprendo siendo controlado. Por un deseo incontrolable. Irrefrenable.
Instintivo.

Pero... ¿qué tan seguros podemos estar de esos conocimientos ancestrales guardados en los cajones del cuerpo?

¿Qué se puede hacer si el instinto vino desencajado?

El rubor nos traiciona, nos delata... pero según una ley que desconocemos y en la cuál no podemos intervenir.

Si alguien es testigo de dos amantes acaramelados desvía la vista. Si alguien lee demasiada felicidad en dos personas se apresura a catalogar: cursi. Anotemos al margen:
los celos son la contracara de la envidia.
(Mientras que el celoso se enrojece el envidioso se pone pálido... enfría de muerte.)

¿Nos averguenzan los celos o nos averguenza la envidia que podemos provocar?
¿Nos averguenza la envidia en que podemos perdernos?

¿Por qué la envidia es un pecado si se sufre?

¿Cómo juzgamos a nuestros propios sentimientos?