martes, 25 de agosto de 2009

botellas al mar

El niño que yo era le temía a los espejos. Porque pensaba que ese que estaba ahí no era él. Y se asustaba... y no podía hacer otra cosa que cerrar los ojos. Se asustaba de que los demás lo confundiesen con ese otro.
Y finalmente sucedió. Me confundieron con ese otro. Ese que sale en los espejos.
¿Vos de dónde saliste?
¿de dónde salí?

El espejo me tragó. Y sería por eso, quizás, que a veces me quedaba mudo ante la gente. Porque yo era un reflejo.
Soy un reflejo.
Reflejaba lo que los demás querían ver.
Porque uno se mira al espejo cuando quiere verse reflejado, ¿no es cierto?
Ellos no lo sabían...
pero yo era un reflejo que no era yo. Había sido tragado -literalmente- por el espejo. Y me espejaba en silencio.
Puro silencio de barullo.
Me cantaba escuchando canciones.
Necesitaba estar solo. Sólo porque en soledad no hay reflejos. Y ahí sí que podía ser quién yo era. Escuchar mi propia voz. Sentir los olores, experimentar sensaciones, tocar, ver, comprender. Porque ya no me perdía en refranes ni frases de compromiso. Ni podía ser malentendido.
Para los demás era invisible. A plena luz.
O contradictorio. Espejo negro reflejando simetrías.

Aprendí a mandar botellas al mar. Porque pensé que escribiendo no me iban a confundir.
Y me fuí.
Y me perdí.
Entre letras y laberintos sin reflejos.
Me fundí.
Un día el niño que yo era se fué a caminar.
Y caminó, solo, caminó y caminó. Y se perdió.
Todavía tengo la convicción de que el niño que yo era no se perdió del todo. Que esas calles eran rectas, que no eran un laberinto. Que sigue por ahí, en algún lugar dentro del reflejo del espejo.
Me escondí.
Las paredes son la piel.
Y por eso, incluso, le perdí el miedo a los espejos y hasta me empezaron a fascinar.
Horas de verme, meditar, memorizar... y ver este reflejo en el que quedé atrapado. (Busqué otros reflejos, busqué argumentos...) Buscando al niño, que quizás se animara a mirarme otra vez. Desde el otro lado. Aunque no me hable.
Desde algún lugar.
¿Me ves?
Pero eso no es todo...
El hecho es que cuando me dí cuenta por primera vez que podía mentir me pareció muy prometedor. E inventé grandes historias, en las que yo era un héroe, un marino, un conocedor. Y seguí mintiendo orgulloso hasta que comprendí que ese talento también lo podían tener los demás. Y de hecho, los demás hacía mucho más tiempo que estaban en este planeta.
¿de dónde saliste?
¿de dónde salí?
¿cuándo fué que pasó? ¿seguro que los demás ya estaban?
Sus mentiras serían más prometedoras...
y quizás todo lo que me habían dicho hasta ese entonces era
precisamente
una mentira.

Del júbilo al terror puede haber tan sólo un paso. El que nos conduce al abismo que nos habita y nos tienta a saltar. Abandonarnos a la tentación de ser otredad.
Ey
¿estás ahí?
niña guapa...


Ahora, digamos las cosas como son.
Esto es un carta. Que va dirigida al niño que yo fuí. Queriéndole decir que puede volver... que ya domestiqué este reflejo que soy. Que ya no me confundo con la gente. Que ya no sobresalgo por lo feo ni me jacto de lo lindo. Que ya no me ruborizo tanto...
Que puedo besar, sin pensar que me van a devorar.
Que enderecé el tiempo
compartí mi sombra...
Pero ya no sé...
si el niño que yo era había aprendido a leer.

¿Puede alguien ayudarme?


C.